2050: El fin que no fue (el agua)

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Una garza acaba de volar desde el río. Justo frente a mi ventana. Poco a poco han vuelto a poblar la Ciudad de México. Hoy son tan comunes que no puedes descuidar las ventanas abiertas. 

El ruido del agua corriendo reemplazó el murmullo de los motores que recuerdo cuando niña. Es común encontrarse a los vecinos caminando junto al río por las tardes. Me gusta pasear con Citlali en esa hora del día en que el sol empieza a bajar y el croar de las ranas va haciéndose más fuerte. 

Nos mudamos cerca del río Mixcoac, uno de los más avanzados en el proceso de rehabilitación de cuerpos de agua en la ciudad. El río limpio es hogar de decenas de especies de plantas y animales como la garza. Verla volar me ha hecho pensar en Citlali. Quiero verla crecer libre y feliz, rodeada de naturaleza. Por eso me gusta sentarme aquí junto a mi ventana a observar. 

Me preparo un café y escucho las noticias mientras comienza el día y nos preparamos para salir a la calle. Casi siempre tomamos la ciclovía junto al río y una vez a la semana, cuando vamos juntas al mercado, nos gusta caminar entre las casas y los árboles. 

Citlali lleva una bolsita con semillas para alimentar a los pájaros mientras escojo lo que vamos a llevar a casa. Así, en el regreso siempre nos acompañan muchas aves con su canto. 

Está por empezar la temporada de lluvias, la mejor época del río. A Citlali y a mí nos gusta ver cómo va creciendo el musgo sobre las rocas y escuchar al aire moviendo los árboles. No queremos que empiece a llover sin que hayas vuelto a casa. Te hubiera encantado ver la garza conmigo. Ya queremos tenerte con nosotras y que nos cuentes de las misiones en el desierto del norte mientras metemos los pies al agua. 

Te amamos, tu hija y yo.

2050: El fin que no fue (1)

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Al morir mi abuelo, dejó como legado lo típico de su generación: el contenido de una vida en varias redes sociales donde mantuvo contacto con toda la gente de su edad y un par de cajas llenas de cosas. 

Ya sé que antes la gente era bien rara, pero eso de guardar máscaras de caballo, máquinas consolas donde jugaban por tardes enteras, no creo que llegue a entenderlo nunca. De entre todas las cosas, lo que más llamó mi atención fue un cubrebocas de esos que se hacían a principios del siglo. Debió ser de los tiempos de la Pandemia. 

No soy experto en historia, pero en la escuela y con lo que he leído por mi cuenta aprendí un poco sobre la crisis del covid-19 la que se desató en el 2020 y cómo fue que inició la gran transformación que nos ha traído hasta aquí. También hay muchas películas al respecto, algunas incluso todavía en blu-ray (aunque ya es muy difícil encontrarse con una). Yo sólo he visto la más famosa, protagonizada por la actriz más importante de esa década, Cardi B.

Desde que tengo memoria, el abuelo siempre nos hacía lavarnos las manos cada vez que nos veía. Otras de sus manías eran siempre mantenerse a distancia y saludar con el codo en lugar de dar la mano o tomarse la temperatura diariamente. A pesar de que este monitoreo ya es automático y en tiempo real, él siempre insistió en asegurarse.

Mi abuelo nos contaba historias de un mundo bien diferente. Ahora lo llamamos la Era de la Gran Estupidez, pero a él nunca le gustó ese nombre. Me contó que en los océanos habían islas enteras de plástico y que los bosques y selvas se encogían porque la gente pensaba que así se construía el futuro. Le gustaba señalar cosas a distancia y decir que en sus tiempos nunca se habría alcanzado a ver tan lejos por la contaminación y que si alguien quería respirar aire limpio tenía que salir de las ciudades. 

El cubrebocas me recordó sus últimos años, cuando los médicos diagnosticaron daños en sus pulmones debido al aire que respiró por tanto tiempo. A veces, cuando le daba un ataque de tos, nos decía bromeando cosas como, ahí va un poquito del 2020. Sin embargo, mi abuelo siempre defendió el cambio. Nos decía que se habían logrado tantas cosas que para él ya estaba claro que todo era posible.

A mí me enseñó a sembrar y muchas veces me acompañó a las misiones de reforestación de mi escuela. También me enseñó a interpretar y coleccionar los memes. Para los demás jóvenes de la comunidad fue un gran guía, siempre dispuesto a dar más de lo requerido por los calendarios de actividades de los comités comunitarios.

Las veces que nos contó sobre el covid-19 repetía las mismas cosas. Cómo los gobiernos primero intentaron proteger la economía y la desesperación de la industria del petróleo por la desaparición casi total de la demanda. Dijo que mientras algunos se encerraron en sus casas o huyeron de las ciudades, la mayoría de las personas no podían dejar de trabajar y miles se enfermaron y murieron porque nadie se preocupó por ayudarles. La salud no siempre fue universal, nos decía.

Obviamente, el covid-19 no ocasionó la última pandemia del siglo. Sin embargo, fue la última vez que el mundo actuó tan equivocadamente. La última vez que el viejo modelo económico y político de la era de la Gran Estupidez, decidió sobre el destino de las personas y del mundo. La historia de mi abuelo es testimonio de ello.

Cuando encontré el cubrebocas se lo enseñé a mis papás y a mis amigos. No sabemos cuánto habrá pagado por él, pues en esos tiempos era común la especulación y la reventa. En la actualidad, sólo las practican los fanáticos del club américa, un equipo que por más de 100 años fue de los más populares de México y que hoy parece más una religión que algo deportivo, con sus propios santos y demonios. Muchas cosas han cambiado estos últimos 30 años.

Lo que nos queda

El disco del sol empezó a hundirse atrás de las más altas peñas de los cerros. Entonces tendría unos veinte años, cuando caminando por el llano un coyote saltó de entre los gatuños y de una mordida le arrancó el pulgar a Néstor.

Diez años después seguía batallando para entender cómo le había pasado eso. Cómo no pudo ver al animal si las plantas estaban tan chaparras, tan ralas. La mano de cuatro dedos le era casi inservible. No sostenía bien, no saludaba ni ayudaba a comer. No defendía en las peleas ni masturbaba en las soledades.

No podía decirse que el pulgar había participado en grandes proezas o sacrificado su humanidad por alguna causa gloriosa. No era la mano de Cervantes ni de Obregón, pero cómo le hacía falta a Néstor y a todas las personas que lo veían taciturno todo el tiempo.

De qué me sirven los otros nueve, se decía desahuciado cuando se enredaba en reflexiones. Ese pulgar que murió virgen, que lo último que sintió fue el hocico húmedo y caliente del coyote, habitaba en las ensoñaciones más íntimas y desesperadas del mutilado. Era la raíz de todos sus males, el símbolo ausente de su condición de inacabado.

De haber perdido la mano completa en el ataque habría usado un garfio imponente y se habría pasado los días contando cómo se lió con un coyote a puño limpio. Pero a nadie le interesaba la historia de un pulgar perdido, nadie había pensado nunca en vender garfios del tamaño de un dedo para personas en situaciones similares a la de Néstor.

La vida lo había vencido muy pronto. Peor aun, no lo había aniquilado sino que lo dejó vivir como un pájaro con las plumas cortadas.

La gente no entendía cómo la pérdida de un dedo lo afectaba tanto. Muchos otros siguieron con su vida tuertos, cojos o mancos. A Néstor, en cambio, le sabía amarga la boca cuando veía a la gente con bastón o muletas pasando frente a él. No entendían sus propias tragedias. No entendían nada. Un mal día se convenció de que la única forma en que superaría ese impasse sería recuperando su dedo.

Lo imaginaba como esos huesos de piratas, brillando de blancos al fondo de las cuevas, intactos y con un anillo todavía puesto. Extraviado bajo alguno de los cerros de Chihuahua, esperando inmaculado para volver a reunirse con el resto de sus partes. Se imaginaba una segunda oportunidad en la que sin duda hubiera estrangulado al coyote y se hubiera hecho un gorro con su piel. Y vaya que habría ido a todos los bailes y habría besado a todas las muchachas. Hubiera ido a pescar al río y hubiera tomado cerveza hasta vomitarse.

Pero no fue así. No le tocó esa vida. Y muchos años antes de que Néstor se cansara de todo, su dedo, primero ennegrecido y luego vuelto nada, desapareció del mundo debajo de un arbusto de flores amarillas como discos solares.

23 de abril, 2020